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La proletarización creciente del hombre actual y el alineamiento también creciente de las masas son dos caras de uno y el mismo suceso. El fascismo intenta organizar las masas recientemente proletarizadas sin tocar las condiciones de la propiedad que dichas masas urgen por suprimir. El fascismo ve su salvación en que las masas lleguen a expresarse (pero que ni por asomo hagan valer sus derechos). Las masas tienen derecho a exigir que se modifiquen las condiciones de la propiedad; el fascismo procura que se expresen precisamente en la conservación de dichas condiciones. En consecuencia, desemboca en un esteticismo de la vida política. A la violación de las masas, que el fascismo impone por la fuerza en el culto a un caudillo, corresponde la violación de todo un mecanismo puesto al servicio de la fabricación de valores culturales.
Todos los esfuerzos por un esteticismo político culminan en un solo punto. Dicho punto es la guerra. La guerra, y sólo ella, hace posible dar una meta a movimientos de masas de gran escala, conservando a la vez las condiciones heredadas de la propiedad. Así es como se formula el estado de la cuestión desde la política. Desde la técnica se formula del modo siguiente: sólo la guerra hace posible movilizar todos los medios técnicos del tiempo presente, conservando a la vez las condiciones de la propiedad. Claro que la apoteosis de la guerra en el fascismo no se sirve de estos argumentos. A pesar de lo cual es instructivo echarles una ojeada. En el manifiesto de Marinetti sobre la guerra colonial de Etiopía se llega a decir: «Desde hace veintisiete años nos estamos alzando los futuristas en contra de que se considere a la guerra antiestética... Por ello mismo afirmamos: la guerra es bella, porque, gracias a las máscaras de gas, al terrorífico megáfono, a los lanzallamas y a las tanquetas, funda la soberanía del hombre sobre la máquina subyugada. La guerra es bella, porque inaugura el sueño de la metalización del cuerpo humano. La guerra es bella, ya que enriquece las praderas florecidas con las orquídeas de fuego de las ametralladoras. La guerra es bella, ya que reúne en una sinfonía los tiroteos, los cañonazos, los altos el fuego, los perfumes y olores de la descomposición. La guerra es bella, ya que crea arquitecturas nuevas como la de los tanques, la de las escuadrillas formadas geométricamente, la de las espirales de humo en las aldeas incendiadas y muchas otras... ¡Poetas y artistas futuristas... acordaos de estos principios fundamentales de una estética de la guerra para que iluminen vuestro combate por una nueva poesía,, por unas artes plásticas nuevas!».
Este manifiesto tiene la ventaja de ser claro. Merece que el dialéctico adopte su planteamiento de la cuestión. La estética de la guerra actual se le presenta de la manera siguiente: mientras que el orden de la propiedad impide el aprovechamiento natural de las fuerzas productivas, el crecimiento de los medios técnicos, de los ritmos, de la fuentes de energía, urge un aprovechamiento antinatural. Y lo encuentra en la guerra que, con sus destrucciones, proporciona la prueba de que la sociedad no estaba todavía lo bastante madura para hacer de la técnica su órgano, y de que la técnica tampoco estaba suficientemente elaborada para dominar las fuerzas elementales de la sociedad. La guerra imperialista está determinada en sus rasgos atroces por la discrepancia entre los poderosos medios de producción y su aprovechamiento insuficiente en el proceso productivo (con otras palabras: por el paro laboral y la falta de mercados de consumo). La guerra imperialista es un levantamiento de la técnica, que se cobra en el material humano las exigencias a las que la sociedad ha sustraído su material natural. En lugar de canalizar ríos, dirige la corriente humana al lecho de sus trincheras; en lugar de esparcir grano desde sus aeroplanos, esparce bombas incendiarias sobre las ciudades; y la guerra de gases ha encontrado un medio nuevo para acabar con el aura.
«Fíat ars, pereat mundus», dice el fascismo, y espera de la guerra, tal y como lo confiesa Marinetti, la satisfacción artística de la percepción sensorial modificada por la técnica. Resulta patente que esto es la realización acabada del «art pour l’art». La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Este es el esteticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le contesta con la politización del arte.
W.Benjamin
1935
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